viernes, 28 de agosto de 2009

George Harrison – La canción es la misma

Aunque posiblemente no lo recuerde, ds me encargó este compilado de la obra solista de George Harrison. Como mucho se ha dicho ya del también integrante de los Travelling Wilburys -y precisamente no me creo de esos capaces de agregar algo nuevo cada vez-, sólo me remitiré a señalar que fue una tarea formidable elaborar el compilado de este guitarrista prolífico, excepcional, extremadamente sensible y que (y acaso esto sea lo más importante) supo tirar los mejores chistes en la época de la beatlemanía.


Las canciones de Harrison guardan casi todas una relación musical perfectamente notable, al punto de que podemos hablar tranquilamente de la balada harrisoniana como de un género en sí mismo, y que incluso ya asomaba en los últimos y mágicos años beatles. Así que están advertidos: al escuchar este compilado tendrán la sensación permanente de que, en el fondo, están ante una sola gran canción que se extiende indefinidamente. Una canción perfecta, reposada, liberadora y taciturna, como atravesar la vida cargando siempre con la misma pena, aunque ésta sea indescifrable. Y lo de la liberación no lo digo por azar: eso es precisamente lo que se percibe, por ejemplo, en todos los temas del insuperable “All things must pass”, como si Harrison hubiera podido allí sacarse de encima todo el material que tenía contenido en los Beatles para, una vez así, volver a empezar de nuevo. No por nada el disco fue ¡triple!.


Para concluir, agregaré sin más que este es un compilado para escuchar preferentemente en invierno, con un buen faso y cuando el ánimo no es el mejor. Algo bueno siempre va a salir.



BAJAR



EM.



El primer tema de este compilado, compuesto con Dylan, ya lo dice todo.



sábado, 22 de agosto de 2009

La importancia del momento


Siempre supe ser de los adeptos a corregir algo todo el tiempo que fuese necesario, incluso hasta el cansancio, pero no por eso puedo dejar de reconocer que hay una actitud poderosamente valiosa –y hasta sincera con uno mismo- en el hecho estético de dejar una obra tal como surgió en el momento de su creación. Por ejemplo, en el plano musical siempre es preferible no tocar algo que al rato se vaya a grabar o a ejecutar en vivo, porque de ese modo se estaría perdiendo esa primera y misteriosa conexión anímica, esa clase de magia que surge de la banda y de la interacción de sus miembros, y que es única cada vez. En vano será que después intentemos reproducir lo mismo: podrá sonar parecido, pero ya no será igual.


Con el correr del tiempo, entonces, la noción de que es sumamente difícil recuperar esa clase de cosas tal como fueron concebidas en un primer momento se fue haciendo cada vez más clara, más notoria, hasta convertirse finalmente en una cuestión casi de principios. Porque la espontaneidad vale más de lo que creemos: como los estados emocionales nunca son iguales, lo primitivo de una creación dice más o tanto como la obra final.


Lógicamente, los ejemplos sobran en todas las disciplinas, pero en el jazz encontré algunos muy representativos de esta concepción de –vamos a decirle así- respetar el momento.


En el melancólico documental “Straight, no chaser”, vemos al pianista Thelonious Monk ingresar junto a su banda a un estudio de grabación, instalarse y, ahí nomás, casi improvisando, despacharse con una balada realmente hermosa, de esas que hacen que todo lo que está alrededor pierda sentido. Cuando terminan, entusiasmado, Thelonious le pide al operador que se las haga escuchar. Pero éste no los había grabado, pensando que sólo estaban ensayando. De todos modos –le dice-, pueden hacerla inmediatamente y el tema será registrado. El malestar del pianista es evidente, y lo vemos sentarse al piano con toda la resignación del mundo. Thelonious Monk decía que sólo había una o dos chances de que los sentimientos se pusieran en juego en una obra, después era inútil.


También hay otro ejemplo igual de contundente en “Kind of blue”, el mítico disco de Miles Davis que parece que refundó el género así como Evo Morales está refundando Bolivia. Los músicos que participaron de esa obra magistral llegaron al estudio sin saber qué era lo que iban a tocar, y sólo recibieron las partituras antes de grabar. Miles Davis lo dispuso de este modo porque no quería que se “contaminaran”. O sea que ese disco sonó como los músicos eran en ese momento.


Y está muy bien que así sea. En caso contrario, uno podría pasarse la vida buscando una perfección que, saludablemente, es imposible. Y por eso la lucidez de la frase de Borges: “Una obra no se termina, se abandona”. En ese sentido, nunca dejó de sorprenderme que Leonardo Favio (a quien banco más por peronista que por cineasta) todavía siga corrigiendo en la sala de edición todas sus películas, como si se resistiera al dictamen del tiempo y del arte. El asunto es mucho más sencillo: una obra representa lo que el artista pensaba en ese momento, lo que el artista era en ese momento. Y no tiene nada de malo resignarse a que esa obra hable como de hecho hubiéramos hablado nosotros en el tiempo en que la hicimos. Al contrario, es una actitud bastante decente. De nuevo, Borges tenía razón. De todas maneras sé que, en el fondo, todo esto no deja de ser una mera cuestión estética. O ética. Esto último me lo dijo una puta el otro día. Es que estoy yendo a un cabaret donde se habla de estos temas.


Para bajar, una joya: Miles Davis haciendo un cover de Michael Jackson, “Human nature”.



BAJAR


EM.



viernes, 21 de agosto de 2009

Cromagnon y el país de zombies

En los últimos días intenté escribir algo para este blog. El posteo en el que estaba trabajando hablaba de los sueños, de las canciones que nacieron mientras alguien dormía, de la inspiración, del instrumento de las musas que es el músico, de la imposibilidad de un artista de apropiarse de algo que le llegó casi contra su voluntad. Pero fracasé, y más allá de mi impericia o mi pereza, la única explicación real que tiene ese fracaso es la urgencia de la realidad que me llegó como un hondazo. Estaba en un taxi cuando escuché la sentencia a los acusados por la tragedia de Cromagnon. Y cuando volví a ponerme frente al teclado, en mi cabeza había surgido una poderosa sensación que soy incapaz de definir pero a la que debo obedecer, casi contra mi voluntad.

Argentina parece un país incapaz de descansar en paz. Nuestros muertos son fantasmas buscando un lugar donde descansar, nuestros vivos son incapaces de dárselo. Es un país de zombies. Los muertos de la dictadura, los muertos de Malvinas, los muertos de Cromagnon, los muertos de la Amia, todos fantasmas que aparecen cotidianamente en nuestra peor pesadilla: la realidad. Raskolnikov, personaje central de Crimen y Castigo, no podía vivir con su mala conciencia y se entregó manso a la policía. La gran metáfora europea del siglo XX (que también trata Stendhal en Rojo y Negro) es cómo subsistir a la inevitable tragedia. La solución argentina se parece más a esa relectura moderna de Crimen y Castigo que es Match Point, la película de Woody Allen: el personaje principal sigue con su vida aceptando que deberá vivir con los fantasmas que lo acosan.

La modalidad de desaparecido le calza perfecto a la mala conciencia argentina. Ni muerto ni vivo, desaparecido dijo Videla con un dejo de cinismo, y le dio un título oficial a la relación de nuestro país con la justicia, no la de los jueces, sino la que uno siente como ciudadano en relación con su país. La idea es no hacerse cargo, echar la culpa, lavarse las manos, buscar un chivo expiatorio. Hace poco, la presidenta de la Nación se comparó sutilmente con el fusilado Dorrego. El concepto implica una distorsión enorme: todo argentino es Dorrego, sí, pero también Lavalle, todo argentino es un desaparecido y es también Astiz, todo argentino es Perón y Balbín. Leer la historia como una metáfora en la que uno es siempre el mártir es una forma de manipulación o simplemente una barbaridad. Tomando en cuenta esto, cualquier fallo que se hubiera dictado en el Caso Cromagnon me hubiera resultado igual de injusto. La lección que debimos haber aprendido sigue ausente. Todos buscaron ser la víctima Dorrego, todos de alguna forma fueron el asesino Lavalle.

¿Cuál es esa lección? ¿La mera anécdota de no llevar bengalas a un recital? No pretendo (sobre todo porque me siento incapaz) hacer una psicología del argentino. Me hubiera gustado que Chabán, vencido por el dolor, admitiera su culpa. Me hubiera gustado que Callejeros dejara de tocar. Me hubiera gustado que los concurrentes al recital hubieran revisado sus errores. Me hubiera gustado que Anibal Ibarra presentara su renuncia sin necesidad de juicio. Me hubiera gustado que en su lugar no asumiera, en un hecho algo ridículo, su vicefeje de gobierno, que responde al mismo poder ejecutivo. Pero nada de eso sucedió, y la consigna fue zafar en algún caso o pedir mano dura en el otro. Nadie se hizo cargo de nada, nadie actuó con grandeza. Hoy, todo sigue igual de mal y ninguna de las 193 muertes sirvió para nada. Los chicos de Cromagnon se suman a la nefasta lista Argentina: el cadáver de Evita fue ultrajado, al cadáver de Perón le faltan las manos, Jorge Julio López nunca apareció, del caso Bru aun no se sabe nada, la AMIA y la embajada siguen siendo misterios, la dictadura y sus desaparecidos, el misterioso asesino de Rucci, las Malvinas, el misterioso asesino de Facundo Quiroga, el hombre que mató a Chacho Peñaloza… Hubiera bastado un sí, fui yo, y lo lamento… pero eso nunca sucedió y seguimos buscando un culpable que se esconde en el espejo.

Ni ganas de poner música.

GG

miércoles, 19 de agosto de 2009

El hombre en el rincón

A todos los borrachos del mundo

“No me gustan los ambientes. Cualquier lugar en el que se agrupen personas por un motivo determinado (ya sean profesiones, gustos musicales o creencias religiosas) me desagrada. Desconozco los motivos profundos de esta convicción, una vaga sensación de incomodidad me invade cuando llego a un lugar en el que todos parecen estar contentos sabiendo que el otro conoce la filmografía de Haneke o ha escuchado la suficiente cantidad de discos de GBV. Buscar un grupo de pertenencia nunca fue lo mío, siempre preferí la soledad compartida de aquellos que mantienen una mentalidad insular, la frialdad inglesa a la fiesta brasilera, lo clásico a lo barroco. El único lugar donde me permito posiciones extremas es la política, sólo porque detesto la vida cómoda*1.

Sin embargo, al ser platense y al ser admirador de la cultura rock, he ido alguna vez a reductos locales que evitaré mencionar para que ni el lector ni yo caigamos en lo telúrico o folklórico: vivimos una época en la que el periodismo parece ver esencia o espíritu en cualquier conjunto de edificios. Además de la uniformidad del vestuario y la falsa rebeldía de una multitud que creyendo estar a la vanguardia de la época en realidad estaba huyendo de ella, nada llamaba mi atención en aquellas fiestas a excepción de un sujeto grande, mayor, vestido con jeans y pulóver, sentado en soledad en los rincones, bebiendo una eterna y arquetípica botella de cerveza. El hombre estaba en todo lugar donde la comunidad rocker local se juntara: recitales, eventos, fiestas en departamentos, muestras culturales. Nunca lo vi hablar con nadie, pero todos aceptaban su presencia como algo natural e incluso su extraña figura se había transformado en una suerte de cábala. Su edad superaba ampliamente el promedio del público, algún número entre el 40 y el 50, y unos bigotes negros de pirata le subrayaban innecesariamente la nariz. Su ropa era un uniforme que jamás variaba: pulóver negro y ajustado con cuello de tortuga, jeans y zapatillas Topper azules y destruidas. Solía sentarse a observar enmudecido la fauna que se desplegaba a su alrededor y a mover la cabeza cuando alguna canción parecía agradarle: una vez lo vi feliz con los Happy Mondays, otra con una canción de Charly García.

Falsos rumores corrían alrededor de su figura. Un periodista local me contó que tocaba en los Redondos “antes de que el Indio se ponga careta”. Un músico de una banda de cierto renombre me dijo que “era monto, pero le limpiaron a la mujer y quedo loco de esa vez”. Ninguna de esas versiones, y otras que escuché, terminaba de cerrarme. Yo pensaba, con razón, que si un día ese hombre se ausentara, todo aquél ambiente perdería sustancia, sentido. León Bloy ha dicho que “cada hombre está en la Tierra para simbolizar algo que ignora”. Mi visión de aquél anónimo era fantástica: todo lugar existía porque él estaba ahí, su cuerpo era el inevitable centro alrededor del cual todos se movían, su desaparición equivaldría a la desaparición de toda aquella juventud extraviada en el incansable almanaque. Había leído en algún ensayo de Borges que el sentido de la vida de un hombre fue inspirar una obra de Shakespeare, aún cuando sólo había hablado unos pocos minutos con el bardo de Avon. Sus amores, sus frustraciones, sus miedos, se habían esfumado, pero vivían de alguna forma en una pieza teatral que la humanidad repitió miles de veces. Quién sabe si aquél sujeto de bigote mustio conocía la enorme responsabilidad que cargaba sobre sus hombros.

Yo había dejado de salir porque los compromisos me habían tomado desprevenido: un día el espejo nos devuelve un rostro extraño y el único camino es afrontar la resignación con altura. Sin embargo, como si súbitamente hubiera caído en un pozo, la estructura de ficción que había armado comenzó a desmoronarse. Mi novia de 10 años me abandonó por motivos que no vale la pena aclarar y el libreto con final anunciado que pensaba actuar se transformó en una película de Albert Serra o Lisandro Alonso y me quede errando sin encontrar destino. Vivía en Capital, debí regresar a La Plata, y como alguien que ha ido a la guerra y volvió derrotado, la compasión de mis amigos y familiares fue desmedida. Uno de mis primos, a quién le hice escuchar The Who por primera vez, me invitó a salir, a ver el recital de la nueva banda sensación del momento: Termómetro. Al parecer la nueva generación odiaba al indie por considerarlo triste, resignado y escapista y reivindicaba a Miguel Mateos (pop con contenido) y a Raúl Porchetto (nuestro Michael Jackson). Todas estas sentencias causarían estupor en mi época, pero en aquél momento parecían ser las máximas de la vida social. Los ambientes seguían pareciéndome ridículos. Termómetro era un grupo nefasto, que provocaría risa en cualquier hombre de mi generación. Dos chicos y dos chicas con estética glam-nazista bailaban sobre el escenario, haciendo playback, una canción que me hizo acordar a un tema de Roxette. Al parecer, eso era rebelde y contracultural. Nunca quise indagar los motivos. El punto es que todo el mundo cayó sobre mí cuando vi al sujeto anónimo sentado en un rincón, tomando su eterna cerveza. Seguía siendo el centro del lugar porque, una vez que lo distinguí en la multitud, el resto de las personas sólo giraba a su alrededor. Mi primo saltaba con sus amigos a mi lado y yo me sacudía inerte como un tronco que la marea empuja a la costa y lleva de nuevo hacia el mar. Luego de años de cruzarlo en la noche, pasado de alcohol barato y de marihuana, tuve el coraje de hablarle. Ya no quedaba nadie en el lugar, creo que sonaban previsiblemente Los Twist y que afuera amanecía y una fugaz lluvia de verano caía pesada sobre el pavimento. Pero todo esto puede ser un invento, y en realidad pudo haber estado nublado y frío, y pudo haber estado sonando alguna banda local influenciada por los Termómetros. Ya no lo recuerdo, y no importa. Junté coraje y me senté en su mesa ofreciéndole un cigarrillo. Allí me di cuenta que no fumaba. Me miró como saliendo de un sueño y sin preámbulos le conté que lo vi durante años sentado en silencio y que siempre quise saber quién era y qué hacía vagando en la noche. El hombre me dijo con una voz idéntica a la que imaginaba que se llamaba Pérez. Súbitamente pensé que no había posibilidad de que ese sujeto tuviera otro nombre que no fuera ese, Pérez, un apellido que volvía innecesario todo lo demás. Me miró y evitando un momento romántico o trascendente, destruyendo el misterio, comenzó a hablar. Allí comprendí que su halo legendario era una mera ilusión mía, ilusión que se iba destruyendo con cada palabra que pronunciaba. Habló de una mujer, de un abandono, de un hippie sucio llamado Johnny. Lo que narro a continuación es lo que recuerdo de aquella conversación que hoy intento olvidar inútilmente y que me persigue como una pesadilla.

-Nunca sentí nada igual. Levantaba el teléfono y asustado volvía a colgarlo antes de que me atendiera. Me hacía sentir incómodo. La veía caminar de la mano del hippie y me sentía humillado, el pibe iba drogado y sucio y estaba con ella. Yo era un tipo derecho y quería tomar su lugar. Hablaba con mi mujer perdiendo todo mi orgullo, y ella me decía que Johnny era profundo, y a mi también me caía bien, pero quería tomar su lugar.

Dijo algo más pero hoy sus palabras me resultan intrascendentes. Su tristeza adolecía de autocompasión, era gélida y resignada. En sus ojos muertos adiviné el rostro de la mujer ausente, la suya y la mía. Por primera vez lo vi levantarse y sin saludarme se retiró a paso firme dejándome estacado en el asiento. Yo quedé con la boca abierta, absorto, como un espectador que se queda viendo los títulos de una película esperando la escena que le falta para entender lo que acaba de ver. Dormido y triste caminé por las calles muertas de la ciudad mientras el sol de la mañana me aguijoneaba la espalda. Me acosté y cerrando los ojos apagué el mundo entero.

El día siguiente me deparaba una sorpresa. Mi primo exudaba olor a alcohol y roncaba pesadamente. A mi edad es imposible levantarse después de las 12 del mediodía. Algo en el panorama estático de la calle me invitó a poner los Modern Lovers. En ese momento comprendí que el azar no es más que es un disfraz del destino. La canción I´m Straight contaba la historia de un tal hippie Johnny que estaba always stoned y de un narrador que quería take his place. Pérez había mentido. En mi cara. Humillado fui esa misma noche a un recital tributo a The Sacados pero el hombre nunca apareció. Ese fue el primer momento en el que sentí verdadero miedo.

Lo esperé durante la noche interminable tomando cerveza. Todo a mi alrededor me pareció irreal. La siguiente noche Radio Universidad lanzaba un disco tributo a la banda clásica Man Ray y el extraño tampoco dio señales de vida. La mirada que me lanzó un grupo de jóvenes me hizo entender todo de golpe. Sólo atiné a tomar un nuevo vaso de cerveza. Yo tampoco fumaba.

Supongo que soy el centro de algo, pero no estoy seguro. Quizás el Universo es una geometría inasible y siniestra que jamás comprenderemos. A mi alrededor los jóvenes bailan un desastroso cover dance de una canción de León Gieco y yo los observo en silencio, tomando sin embriagarme, uniformado con mi atuendo que será siempre el mismo. Ignoro dónde puede estar Pérez, ignoro si alguna vez existió. Una noche un joven se acercó a preguntarme qué hacía allí bebiendo sin parar, yo le respondí que la culpa era de una chica son una sonrisa como el sol que iluminaba los rincones oscuros de mi habitación. Pero el pibe volvió a su mujer y besándola le contó nuestra conversación. No era el indicado.

Recuerdo las palabras de Leon Bloy, cada hombre está en la Tierra para simbolizar algo que ignora. Y espero sentado en el rincón.”

GG

*1 esta línea parece repetir una sentencia de Benito Mussolini, “el fascismo es el horror ante la vida cómoda”