Los veranos en La Plata tienen un exquisito sabor a fin del mundo, a película de zombies, un lugar futurista y antiguo a la vez, en el que la mitad de la humanidad ha desaparecido y en el que los almaceneros (inmunes a la peste que asola el planeta) se vuelven una compañía imprescindible. La civilización corre hacia el mar cuando no debe trabajar para contaminarlo, y aquellos que ya ni siquiera creemos en el verano como concepto capitalista tenemos la hermosa posibilidad de experimentar una ciudad sin boludos alrededor. Sorprendentemente, es una sensación ambigua. Es decir, todo se pone mucho menos divertido y uno tiene más tiempo para pensar y preguntarse si en realidad el boludo no es uno, idea que desaparece cuando todos los turistas regresan y el primer adulto arroja el papel de un alfajor por la ventanilla del auto mientras putea por el embotellamiento de la ruta 2.
Los momentos a solas con uno mismo son necesarios para todo hombre y mujer de bien, pero no deberían durar demasiado. Ya conocemos la frase de Gurdjaeff, un hombre solo no puede hacer nada. Sin embargo, La Plata. Lo genial de la ciudad es que dos personas que están solas se terminan encontrando durante alguna noche estática y, de inmediato, se crea una comunidad de marginados vacacionales, especie extraña que suele deambular las calles húmedas durante noches sin ruido, solos o en la compañía de un extraño, buscando el encanto del otro. Hay un cierto heroísmo en esos individuos, una sensación de sacrificio: debemos quedarnos para proteger la ciudad de los uruguayos, o simplemente, debemos quedarnos para que la ciudad no deje de existir, para que no sea olvidada, para que siga estando allí cuando todos regresen. Las imágenes televisivas del verano parecen formar parte de un sueño, un extraño sueño donde todos saltan al compás de un jingle de cerveza. A nuestro alrededor, un estruendoso silencio. La quietud de la ciudad me hace pensar que el silencio existe, es decir, que es una sustancia tangible que flota en el aire producto de una humedad pesada que lo invade todo, no una abstracción sino una materia liviana que el amontonamiento de gente tiende a dispersar.
En ese contexto, suceden cosas sorprendentes. Uno tiene la oportunidad de hacerse nuevos amigos, gente que conocía de vista se vuelve íntima en dos o tres noches de eterna conversación y la relación trasciende el mismo verano para ser algo duradero. El contraste con la costa es total. Si, alguno pudo haberse acostado con alguno, pero la relación seguramente no perduró: se agregaron al msn y tras dos semanas yo no se hablaban al verse conectados, y al final uno decide no admitir al otro y sólo quedan meros recuerdos que el Facebook y su obscena capacidad para eliminar la memoria persisten en no borrar. Yo en cambio, me sigo viendo con las nuevas amistades creadas.
Lo más deprimente ocurre cuando los migrantes regresan insultando por lo bajo, lo que constituye una agresión velada para el que se quedó. Frases como otra vez la rutina o esta ciudad es un embole quiebran la paz de una tribu que la actividad dispersa del todo ya terminado febrero. Sin embargo, durante el resto del año, sobrevive una sensación de batalla compartida entre los que formaron parte del Club De Los Corazones Solitario de Enero, como dos ex combatientes de Vietnam que se encuentran por casualidad en la calle. Estuviste en las trincheras, parecen decirse con la mirada, en complicidad silenciosa.
Quizás por una ironía que en aquél momento no percibí, quizás por azar, el disco que me acompañó durante aquél tiempo fue un compilado de los Beach Boys que le robé a ds. La arena de mi mente, la que Wilson me hacía imaginar con sus canciones, era mucho más real que la de Punta Cana. La chica que describen en Dont Worry Baby era mucho más atractiva que las promotoras de Ku. El auto de Little Honda iba mucho más rápido que cualquiera de los descapotables que se pasearon por la calle Alem. Este posteo planeaba ser el recuento de un verano espantoso, pero voy cayendo en cuenta de que estaba equivocado. Fue un gran verano. Hice nuevos amigos, vi buen cine, me abstuve de menear las caderas al ritmo de Daddy Yankee en Sobremonte y, sobre todo, descubrí en toda su intensidad lo geniales que son los Beach Boys.
Algunos no necesitamos más que eso.