viernes, 29 de abril de 2011

Montañas de Basura



Beck es un hombre de genio. Parte de su música parece haber sido hecha con la chatarra que, por toneladas y toneladas, genera la sociedad americana. En algún momento conoció el amor y, claro, su corazón se rompió. Su desdicha fue nuestra felicidad: su viaje sentimental nos ha dejado piezas de una tristeza irreparable. Hay una enorme distancia entre aquel cínico white trash de Loser y el adulto desesperanzado y lucido de Sea Changes. Esa distancia es el tiempo, ese ente congelado sobre el que nos deslizamos. El tiempo no ha sucedido, Beck es quien lo ha hecho, y su movimiento ha sido reflejado en canciones no exentas de una sutil perfección post moderna.

Para entender a Beck hay que pensar en la cultura de LA, su hip hop, su música mexicana, su pasión secreta por el rock, su superficialidad metafísica. En los bordes de esa cultura se crio el señor Hansen. Más cínico que Cobain, menos sentimental que Malkmus, Beck plantea un gran collage sobre la decadencia americana desde los ojos de un nerd que quedo afuera del equipo de futbol americano. Así lo conocimos, con su hit Loser, y probablemente así lo recordaremos, ya que las primeras impresiones son las que perduran.

Los primeros intentos musicales de Beck son experimentales y excluyen la idea de un oyente. Sus discos, grabados originalmente en cassette, son un cumulo de canciones deformes sin mayor estructura, un acto adolescente de agresión al buen gusto. Los trabajos incluyen extensos diálogos de películas, entrevistas, ruidos incidentales y voces saturadas hasta lo inteligible. En esta primer etapa podemos incluir su primer trabajo, Golden Feellings, su colaboración con Calvin Johnson One Foot in the Grave, los discos Stereopathetic Soulmanure, A Western Harvest Field By Moonlight y Mellow Gold (que incluye Loser y esa forma del olvido que es la fama). He seleccionado algunas canciones preciosas que sirven como muestra del imaginario de Beck durante aquellos primeros noventas: Sleeping Bag y Pay No Mind (Snoozer).

Beck se consagra y crea un estilo con Odelay. El músico hizo del collage una forma artística que parece sintonizar a la perfección con su época. Con robos declarados a Them, algo de folk y de hip hop, ritmos bossa nova y música electrónica, Beck mezcla todo en su coctelera nerd y homenajea y parodia la música contemporánea. Su sentido del humor se vuelve exquisito. En Mutations y Midnite Vultures continua esta línea y se vuelve una estrella de la música.

Pero incluso a las estrellas de rock les rompen el corazón. El secreto admirador de Nick Drake que es Beck se revela con toda su intensidad en el excelente Sea Changes. Visto en su momento por algunos críticos como un gesto y no tanto como una manifestación del corazón, el disco ha crecido con el tiempo y sigue siendo una hermosa oda a la tristeza, a la conmiseración y a ese estado desgarrador del alma en el que la otra mitad desaparece y el vacio acecha. De esta obra maestra solo he seleccionado Sunday Sun, quizás porque vale la pena escucharlo en su contexto y no tanto fuera de este.

Luego de la transición que supuso Sea Changes, a Beck le llega la madurez, estado temido por la mayoría de los artistas. Sus discos son Güero, The Information y Modern Guilt, todos sin dudas valiosos aunque algo irregulares y llenos de digresiones. Beck se pone más oscuro, como si hubiera perdido la inocencia.

Este compilado excluye los grandes hits de su carrera y se centra en su obra menos conocida para el gran público (si es que tal cosa existe). Incluye además una colaboración con Charlotte Gainsbourg (Heaven Can Wait) y las canciones que realizo para las bandas de sonido de A Less Ordinary Life y Eternal Sunshine of a Spotless Mind: Deadwaight y Everybody’s Gotta Learn Sometimes.

Beck es además un gran gestor de covers. Leonard Cohen, Nick Drake. The Velvet Undergorund, todos han pasado por la áspera voz del músico, y pueden escucharse en la red.

El compilado tiene el humor de una resaca después de una noche en la que uno, burgués de comodidades banales, se transformo en un maldito de la literatura sin haber escrito jamás un libro. Las mujeres pueden parecernos, en estos extraños momentos, soldados de un ejército secreto, invencible, inconsciente de su invulnerabilidad y por eso mismo muy poderoso. Nada mejor, luego de epifanías como esas, que escuchar Deadweight.

BAJAR

JPS

Lista de temas:

1. loser (mellow gold)

2. think im in love (the information)

3. lord only knows (odelay)

4. nobodys fault but my own (mutations)

5. sunday sun (sea changes)

6. pay no mind (snoozer) (mellow gold)

7. sleeping bag (one foot in the grave)

8. sissyneck (odelay)

9. go it alone (guero)

10. deadweight (soundtrack)

11. beatiful way (midnite vultures)

12. everys gotta learn wometimes (soundtrack)

13. tropicalia (mutations)

14. heaven can wait (con charlotte gainsbourg)

domingo, 24 de abril de 2011

Canción Triste

En tiempos de Blackberries, Cris Morena y la cultura de superación personal, existen doncellas en peligro pero no quieren ser rescatadas. Los héroes de la actualidad son entonces, hombres de marcada melancolía que rescatan canciones olvidadas. Mi amigo personal, El Compilador Entre El Centeno, reencontró esta linda canción de Lou Reed. A fumársela.




MN.

jueves, 21 de abril de 2011

Red Hot Chili Peppers – La complejidad de Frusciante



A pedido del bz, un compilado de los Peppers que excluye de plano el funk de los ’80 y ’90 y se centra casi exclusivamente en la etapa posterior: la melódica. Virtud ésta que le corresponde a un solo músico: Frusciante.

Con este buen puñado de canciones, la propuesta es soportar al molesto de Kiedis para reivindicar a este guitarrista introspectivo tan complejo como virtuoso.


1 - Universally speaking

2 - Soul to squeeze

3 – Snow (Hey Now)

4 - Scar tissue

5 - Dosed

6 – Can’t stop

7 - Breaking the girl

8 - This velvet globe

9 - Midnight

10 - Venice queen





EM.

martes, 19 de abril de 2011

El Compilador en el Centeno


BZ (aka El Compilador en el Centeno) nos ha preparado a todos nosotros, pobres mortales, un compilado de Gorillaz. Hace tiempo ya que la banda de Damon Albarn es mucho más que un chiste basado en animación tridimensional; Gorillaz es una de los proyectos musicales más interesantes del mundo porque combina la extraordinaria sensibilidad pop de Albarn con experimentos dance dignos de los Chemical Brothers. El resultado es música que se puede corear y danzar al mismo tiempo, orientado a gente que en general se queda atornillado en la silla cuando, en los cumpleaños de 15, suena aquel clásico de Alcides, Violeta.

En las canciones de Gorillaz casi siempre sucede lo mismo. Comienza una base muy canchera y bailable y la canción es poseída por una agradable deformidad que tranquiliza a todos los fans de The Fall. Pero la melodía albarniana aparece como un golpe bajo en la mitad de la canción y los viejos fans de Blur (esos treintañeros delgados que aun caminan las calles con un sueldo de 3.000 pesos mensuales) se sensibilizan. Así, con esta capacidad asombrosa de síntesis y comprensión del rock como forma artística, este compilado nos reconcilia con la música contemporánea, eso que dejamos de escuchar cuando se edito Room On Fire. Es cierto: por momentos, algunos rapeos de Gorillaz me dejan afuera de la fiesta, pero vamos, quizás la razón es que yo soy una de esas personas calificadas de amargos por quienes pretenden vivir en una perpetua celebracion. El recital fue una fiesta. La cancha fue una fiesta. La fiesta fue una fiesta.

Hay personas que nacieron para jugar al futbol, otras elaborar canciones pop, otras para no hacer nada. Estos últimos se hacen peronistas. Pero no caben dudas, Albarn forma parte de ese grupo extraordinario de hombres (Paul Macca, Ray Davies, Ian Mc Chulloch) que abundan en Inglaterra y que son capaces de lanzar una melodía agradable sobre cualquier grupo de acordes.

Palabras aparte para El Compilador en el Centeno, personaje secreto y silencioso de extrema sensibilidad y poseedor de la esencia lúdica e inocente de los niños. Ambas características parecen ajustarse a perfección a la metáfora de Gorillaz (animación infantil para los ojos, música compleja y adulta detrás del telón). Quizás sea cierta aquella sentencia del poeta, que dijo que desconocemos las razones profundas de nuestras elecciones, que nuestras elecciones eligen por nosotros de acuerdo a una voluntad inasible. Esa voluntad llevo a Holden Claufield a NYC y a BZ a elegir a Gorillaz sin saber que Gorillaz lo estaba eligiendo a él, sin saber que en el fondo eran lo mismo.

Quizás la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas.

Bajar.

JPS

lunes, 18 de abril de 2011

La música del futuro


Rock adulto. No hay una definición más precisa para el nuevo disco de los Strokes. Discutíamos el asunto con JPS. Más allá de mi postura de que “Angles” era superior al anterior, la conclusión a la que arribamos fue que lo mejor es asistir a la maduración del grupo. Con los neoyorquinos pasa eso: los vimos nacer y fuimos testigos de su evolución mientras contemplábamos la nuestra. Hoy las canciones son –deben serlo- distintas, sin que eso signifique atentar contra la esencia que explica la supervivencia musical de toda banda.

“Es música del futuro”, definió Casablancas. Hay tal vez un único modo de soportar el paso del tiempo: acompañarlo con dignidad. Este disco suena, en todo momento, equilibrado, revitalizado, enérgico y sutil, con las influencias de siempre (Zeppelin y The Cure, por ejemplo) sonando como tienen que sonar hoy.

Se revitalizaron los Strokes, se revitalizó R.E.M. Lo que acá llamaríamos entrar a los 30 por la puerta grande.

.


EM.

miércoles, 13 de abril de 2011

El Paria del Universo

WAKEFIELD

Por Nathaniel Hawthorne

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.

¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.

Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.

Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.

Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.

-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo.

Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?

En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.

Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.

-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se dice a veces.

¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.

¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.

Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.

Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:

-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!

Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.

Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.

Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.

El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo. (*)


martes, 5 de abril de 2011

El doble

La luna cava un blanco abismo
de quietud en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.

Leopoldo Lugones


Uno de los grandes compiladores de este blog es el Sr Fitarro. Director de cine, delgado y silencioso hombre de bien, sonidista ocasional y melomano a tiempo completo, podríamos decir que el Sr Fitarro posee la mayor de las extravagancias de esta época: el gusto por la soledad. Atosigados por las redes sociales y la compañía virtual que nos coloca en soledad frente a la luz blanca del monitor, el Sr Fitarro prefiere desperdiciar el tiempo en su hogar, escuchando bandas que nadie conoce y disfrutando de los goles de aquel ante el cual los hombres se conjuran, Juan Román Riquelme.

En esta ocasión me ha entregado este compilado de Luna, banda del genio siempre activo de Dean Wareham. Wareham es el creador de Galaxie 500 y de este grupo esencial para entender aquello que estaba pasando musicalmente en los 90. Rock sin adolescencia, para entrar a los 30 por la puerta grande, Luna es un caramelo musical en el cual las guitarras entran en el terreno de la paradoja: el ruido que generan parecen pedir silencio, armonía, paz. El estilo de canto susurrado de Dean refuerza esta idea.

Esta claro que nadie colocara a Wareham en el panteón de los grandes músicos. Nacido en Nueva Zelanda, el joven Dean llego a NYC en 1977 y el adolescente que era se deslumbro ante las bandas que en aquel momento estaban modificando en silencio y con mucho ruido la historia de la música: Wire, Ramones, Modern Lovers, Blondie. Mas tarde estudio en Harvard y se recibió de sociólogo, pero Wareham prefirió dejar a Weber de lado para transformarse en músico y generar esas atmósferas tan particulares en sus sucesivas bandas. Privilegiando la armonía y la creación de atmósferas, su música es una bocanada de aire puro en el contaminado mundo del rock.

Creo encontrar alguna similutud entre el Sr Fitarro y el propio Wareham. Delgados, atractivos, taciturnos, luchando por imponer el silencio en este mundo lleno de ruido. Para eso se valen, paradojicamente, de música noise. Wareham componiendo, Sr Fitarro compilando. Si dios existe, que los bendiga.

JPS

viernes, 1 de abril de 2011

Condenado a Compilar


La prensa rockera argentina es penosa. No quiero hacer un estudio psicológico del periodista promedio, pero si diré que la prueba de su falta de capacidad radica en que cuando entrevistan a un músico lo hacen hablar menos de música que de sociología. Que pensas de la masa de desangleados que te siguen? Qué relación haces entre la línea “quiero rock” de tu canción “Quiero rock” y la caída del neoliberalismo de los 90? Para colmo de males, los músicos argentinos oscilan entre la total burrada disfrazada de gracia drogona y la snobeada promedio de Fito Paez, que quiere demostrar constantemente que vio todas las pelis de Kaurismaki y que leyó a Carver y que mira cuadros de Braque y que los entiende.

En este sentido, extraña que a Los Ratones Paranoicos jamás le hayan preguntado si escuchaban a Television, porque el segundo tema de su primer disco suena definitivamente parecido. Y quizás hubiera sido genial preguntarle al Indio lo mismo, ya que Torn Courtain es super ricotero. Cuando comente esto con amigos periodistas, estos responden cínicamente: es que el periodista no sabe ni el 20% de lo que sabes vos, en general es un burro que odia a los músicos o que los ama casi de manera fetichista.

El punto es que dispuesto a hacer un compilado de los Ratones, tarea inútil de la que me arrepiento, noto que sus primeros discos son mas punkies que stone y que parecen acusar influencias de bandas como Wire o los propios Television. Proto punk criollo con líneas melódicas que suenan a Norma y letras que recuerdan a Damas Gratis. Con razón los pibes tuvieron éxito.

La carrera de los Ratones es interesante, y solo en un porcentaje muy menor, hasta Hecho en Memphis. Ya en Furtivos el sonido Stone berreta se apodera de todo y vuelve la música una apología de la idiotez. Manteniendo un nivel lirico que roza una y otra vez lo deplorable, la banda tiene sus momentos. Juanse sabe inyectarle algo de gracia a lo que vocifera y cuando los astros se alinean lanzan una canción decente con un sonido mas NYC que Lugano. El mejor ejemplo es Enlace.

Cuando dejaron el punk y se contentaron con ser la copia en carbónico de los peores Stones, los del Jagger en calzas, la banda paso a ser inescuchable.

Escuche su discografía, o mejor, lo que pude escuchar. Los últimos discos ni siquiera los baje, los títulos de las canciones me daban a entender que iba a perder el tiempo. De todos modos es interesante repasar la discografía de una banda, aun de una banda mediocre como esta. Es un aprendizaje doloroso y una forma de demostrar amor hacia la música aun en las peores condiciones.

Trabajar en LSTM es duro.

Lista de temas:

  1. Enlace: quizás el mejor tema de Los Ratones en toda su historia, podría estar antes de Three Girl Rumba en Pink Flag. Ese doble juego de rítmicas es perfecto y la letra es de las más inspiradas de la banda.
  2. Gran Desorden
  3. El Hada Violada: este tema es pionero en el uso del neologismo “rack” en el siempre digno “rock” nacional. Mas allá de una letra penosa, el sonido recuerda a Televisión y tiene coros que podrían escucharse en Adventure, aunque la comparación es odiosa.
  4. Sedan 1: Marquee Moon al palo, el segundo tema de su primer disco (editado en 1986) incluye la primera utilización de una metáfora en la que Juanse incurrirá con frecuencia: chicas calientes. Sarcófago hace un trabajo muy bueno en guitarras.
  5. Sucio Gas: estuve a punto de eliminar este tema de la lista, pero su sonido es extremadamente NYC y tiene un solo muy logrado de Sarcofago.
  6. Juana de Arco: dentro de los temas stones de los Ratones, este es de los mejores. Tiene una línea melódica canchera y una letra pegajosa: en un lugar azul donde mujeres bailan blues. El la la la la la del final también suma muchos puntos.
  7. Shopping
  8. La Avispa: curiosamente, este tema es un acierto de Los Ratones en cuanto a su producción. Podría haber sido otra de esas “canciones” argentinas, en la soporífera línea de Estelares o Guasones, pero por suerte alguien se dio cuenta que era mejor deformar un poco el asunto para volverlo digno. En vivo, claro, lo tocan bien argento y todo se va por el excusado.
  9. Ya Morí: este tema lo pongo porque es una hermoso y prolongado insulto al Indio Solari, acusándolo de homosexual, falso bolchevique y en primera persona le hacen decir no traten de encontrarme, no salgo ya a ninguna parte, me gusta caminar por mi mansión.
  10. Carolina: la versión original de este tema tenía unos saxos espantosos. Por suerte la banda se dio cuenta de su error y en su disco Raros Ratones edito una nueva versión sin los saxos y sin ese piano molesto que estaba en el original. Es una canción muy linda con un muy bello bajo de Pablo Memi.
  11. Isabel: hermoso tema de los Ratones más maduros, con un riff asesino de Sarcofago.
  12. Sucia Estrella: la versión original era decente, pero esta tiene al elenco completo de Jurassic Park en piano y guitarras y creo que tiene algún valor histórico.
  13. Mexico Mexico: plenos noventas, los Ratones tocando con los Stones, viviendo la fiesta menemista, tomando mucha pala y llegando más lejos de lo que deberían haber llegado. Las drogas los llevaron a este paréntesis falopero que suena a The Fall.