Se pone en marcha la maquinaria, la primera canción avanza como tomando forma a medida que se la escucha, abriéndose paso en el medio de la noche, en una autopista desierta, iluminada apenas por luces lejanas, put your hands on the weel, let the golden age begin, el viento del viaje, la sensación de tránsito permanente, el circuito que se extiende indefinidamente. “Sea change”, de Beck, es un disco que puede resultar desgarrador al primer acercamiento, pero en el mejor sentido: tiene esa carga de melancolía que permite apreciar el atisbo de optimismo que siempre resiste en el fondo de la tristeza.
La delicadeza de la producción, su atmósfera de rumor permanente, la nitidez en el sonido de las cuerdas de la guitarra acústica, una base de batería casi reducida apenas al sonido de un redoblante modesto, los coros reposados, “The Golden Age” propone un viaje que acaba de comenzar pero que no cambiará su estado de ánimo en todo el recorrido. Un viaje sentimental, una incursión interior hecha disco.
Que el álbum tiene un estilo Nick Drake que lo atraviesa en su totalidad (los momentos más Nick Drake del disco son “Round the bend” y “Side of the road”) es una referencia obvia dada la conocida admiración de Beck por ese otro cantautor melancólico y trágico. Sin embargo, el artista mantiene su sello personal, logra que esa influencia gigantesca, elemental, palpable -como la de Borges sobre los escritores argentinos posteriores a su generación-, no termine por absorber la esencia de la mayoría de sus canciones, escritas al parecer con el propósito de exorcizar algunos demonios o, lo que sería su reverso -y mucho más saludable, de hecho-, aprender a convivir con ellos.
A diferencia de otros discos, en esta oportunidad Beck parece haber priorizado las melodías, que se sobreponen a cualquier otro de los elementos de su complejo arte pop, como si este conjunto de canciones fuera una excepción, un momento único, un estilo nuevo que el especialista en construir canciones de entre “montañas de basura” se vio obligado a practicar.
En todos los temas resaltan melodías apenas variables cantadas con dolor, con desapego, con desamor, a veces casi a los gritos y otras al borde del susurro, de manera aguda o grave, casi siempre acompañadas por un piano acústico, otras por cuerdas, y en la mayoría de los casos por una bruma que recubre todo y protege al disco de la erosión del tiempo y de toda esa música que inevitablemente se pierde en el camino.
Hay momentos dramáticos, por supuesto, aunque acaso los más logrados sean los reflexivos, esos que permiten ver una luz tenue que, lejana, acaso minúscula, se interpone en la penumbra del camino. Digamos que Beck atraviesa todas las etapas de un estado de ánimo adverso: la autoconmiseración (“Lonesome Tears”), la perplejidad (“Guess I'm doing fine”), el pesimismo (“Lost cause”) y la indiferencia ante el mundo después de un revés sentimental (“Paper Tiger”).
Este último tema -el segundo del disco- acaso merezca especial atención dada su calibrada producción sonora, con un orquestación de cuerdas manejando la evolución del drama, subiendo y bajando la intensidad a medida que la desganada voz cantante asegura que no more ashes to ashes, no more cinders from the sky, all the laws of Creation, tell a dead man how to die. (Una digresión: a simple vista la canción no pareciera encajar en el contexto del disco, más cerca de un digno desastre anímico que de un intento estético por orquestar la amargura, aunque con el tiempo va abriéndose paso entre la sobriedad con muestras sutiles pero adictivas).
En fin, quizás sea tarde para decirlo, pero “Sea change” es el disco ideal para atravesar el verano en una gran ciudad. Aunque el nuestro esté terminando.
EM.