miércoles, 19 de agosto de 2009

El hombre en el rincón

A todos los borrachos del mundo

“No me gustan los ambientes. Cualquier lugar en el que se agrupen personas por un motivo determinado (ya sean profesiones, gustos musicales o creencias religiosas) me desagrada. Desconozco los motivos profundos de esta convicción, una vaga sensación de incomodidad me invade cuando llego a un lugar en el que todos parecen estar contentos sabiendo que el otro conoce la filmografía de Haneke o ha escuchado la suficiente cantidad de discos de GBV. Buscar un grupo de pertenencia nunca fue lo mío, siempre preferí la soledad compartida de aquellos que mantienen una mentalidad insular, la frialdad inglesa a la fiesta brasilera, lo clásico a lo barroco. El único lugar donde me permito posiciones extremas es la política, sólo porque detesto la vida cómoda*1.

Sin embargo, al ser platense y al ser admirador de la cultura rock, he ido alguna vez a reductos locales que evitaré mencionar para que ni el lector ni yo caigamos en lo telúrico o folklórico: vivimos una época en la que el periodismo parece ver esencia o espíritu en cualquier conjunto de edificios. Además de la uniformidad del vestuario y la falsa rebeldía de una multitud que creyendo estar a la vanguardia de la época en realidad estaba huyendo de ella, nada llamaba mi atención en aquellas fiestas a excepción de un sujeto grande, mayor, vestido con jeans y pulóver, sentado en soledad en los rincones, bebiendo una eterna y arquetípica botella de cerveza. El hombre estaba en todo lugar donde la comunidad rocker local se juntara: recitales, eventos, fiestas en departamentos, muestras culturales. Nunca lo vi hablar con nadie, pero todos aceptaban su presencia como algo natural e incluso su extraña figura se había transformado en una suerte de cábala. Su edad superaba ampliamente el promedio del público, algún número entre el 40 y el 50, y unos bigotes negros de pirata le subrayaban innecesariamente la nariz. Su ropa era un uniforme que jamás variaba: pulóver negro y ajustado con cuello de tortuga, jeans y zapatillas Topper azules y destruidas. Solía sentarse a observar enmudecido la fauna que se desplegaba a su alrededor y a mover la cabeza cuando alguna canción parecía agradarle: una vez lo vi feliz con los Happy Mondays, otra con una canción de Charly García.

Falsos rumores corrían alrededor de su figura. Un periodista local me contó que tocaba en los Redondos “antes de que el Indio se ponga careta”. Un músico de una banda de cierto renombre me dijo que “era monto, pero le limpiaron a la mujer y quedo loco de esa vez”. Ninguna de esas versiones, y otras que escuché, terminaba de cerrarme. Yo pensaba, con razón, que si un día ese hombre se ausentara, todo aquél ambiente perdería sustancia, sentido. León Bloy ha dicho que “cada hombre está en la Tierra para simbolizar algo que ignora”. Mi visión de aquél anónimo era fantástica: todo lugar existía porque él estaba ahí, su cuerpo era el inevitable centro alrededor del cual todos se movían, su desaparición equivaldría a la desaparición de toda aquella juventud extraviada en el incansable almanaque. Había leído en algún ensayo de Borges que el sentido de la vida de un hombre fue inspirar una obra de Shakespeare, aún cuando sólo había hablado unos pocos minutos con el bardo de Avon. Sus amores, sus frustraciones, sus miedos, se habían esfumado, pero vivían de alguna forma en una pieza teatral que la humanidad repitió miles de veces. Quién sabe si aquél sujeto de bigote mustio conocía la enorme responsabilidad que cargaba sobre sus hombros.

Yo había dejado de salir porque los compromisos me habían tomado desprevenido: un día el espejo nos devuelve un rostro extraño y el único camino es afrontar la resignación con altura. Sin embargo, como si súbitamente hubiera caído en un pozo, la estructura de ficción que había armado comenzó a desmoronarse. Mi novia de 10 años me abandonó por motivos que no vale la pena aclarar y el libreto con final anunciado que pensaba actuar se transformó en una película de Albert Serra o Lisandro Alonso y me quede errando sin encontrar destino. Vivía en Capital, debí regresar a La Plata, y como alguien que ha ido a la guerra y volvió derrotado, la compasión de mis amigos y familiares fue desmedida. Uno de mis primos, a quién le hice escuchar The Who por primera vez, me invitó a salir, a ver el recital de la nueva banda sensación del momento: Termómetro. Al parecer la nueva generación odiaba al indie por considerarlo triste, resignado y escapista y reivindicaba a Miguel Mateos (pop con contenido) y a Raúl Porchetto (nuestro Michael Jackson). Todas estas sentencias causarían estupor en mi época, pero en aquél momento parecían ser las máximas de la vida social. Los ambientes seguían pareciéndome ridículos. Termómetro era un grupo nefasto, que provocaría risa en cualquier hombre de mi generación. Dos chicos y dos chicas con estética glam-nazista bailaban sobre el escenario, haciendo playback, una canción que me hizo acordar a un tema de Roxette. Al parecer, eso era rebelde y contracultural. Nunca quise indagar los motivos. El punto es que todo el mundo cayó sobre mí cuando vi al sujeto anónimo sentado en un rincón, tomando su eterna cerveza. Seguía siendo el centro del lugar porque, una vez que lo distinguí en la multitud, el resto de las personas sólo giraba a su alrededor. Mi primo saltaba con sus amigos a mi lado y yo me sacudía inerte como un tronco que la marea empuja a la costa y lleva de nuevo hacia el mar. Luego de años de cruzarlo en la noche, pasado de alcohol barato y de marihuana, tuve el coraje de hablarle. Ya no quedaba nadie en el lugar, creo que sonaban previsiblemente Los Twist y que afuera amanecía y una fugaz lluvia de verano caía pesada sobre el pavimento. Pero todo esto puede ser un invento, y en realidad pudo haber estado nublado y frío, y pudo haber estado sonando alguna banda local influenciada por los Termómetros. Ya no lo recuerdo, y no importa. Junté coraje y me senté en su mesa ofreciéndole un cigarrillo. Allí me di cuenta que no fumaba. Me miró como saliendo de un sueño y sin preámbulos le conté que lo vi durante años sentado en silencio y que siempre quise saber quién era y qué hacía vagando en la noche. El hombre me dijo con una voz idéntica a la que imaginaba que se llamaba Pérez. Súbitamente pensé que no había posibilidad de que ese sujeto tuviera otro nombre que no fuera ese, Pérez, un apellido que volvía innecesario todo lo demás. Me miró y evitando un momento romántico o trascendente, destruyendo el misterio, comenzó a hablar. Allí comprendí que su halo legendario era una mera ilusión mía, ilusión que se iba destruyendo con cada palabra que pronunciaba. Habló de una mujer, de un abandono, de un hippie sucio llamado Johnny. Lo que narro a continuación es lo que recuerdo de aquella conversación que hoy intento olvidar inútilmente y que me persigue como una pesadilla.

-Nunca sentí nada igual. Levantaba el teléfono y asustado volvía a colgarlo antes de que me atendiera. Me hacía sentir incómodo. La veía caminar de la mano del hippie y me sentía humillado, el pibe iba drogado y sucio y estaba con ella. Yo era un tipo derecho y quería tomar su lugar. Hablaba con mi mujer perdiendo todo mi orgullo, y ella me decía que Johnny era profundo, y a mi también me caía bien, pero quería tomar su lugar.

Dijo algo más pero hoy sus palabras me resultan intrascendentes. Su tristeza adolecía de autocompasión, era gélida y resignada. En sus ojos muertos adiviné el rostro de la mujer ausente, la suya y la mía. Por primera vez lo vi levantarse y sin saludarme se retiró a paso firme dejándome estacado en el asiento. Yo quedé con la boca abierta, absorto, como un espectador que se queda viendo los títulos de una película esperando la escena que le falta para entender lo que acaba de ver. Dormido y triste caminé por las calles muertas de la ciudad mientras el sol de la mañana me aguijoneaba la espalda. Me acosté y cerrando los ojos apagué el mundo entero.

El día siguiente me deparaba una sorpresa. Mi primo exudaba olor a alcohol y roncaba pesadamente. A mi edad es imposible levantarse después de las 12 del mediodía. Algo en el panorama estático de la calle me invitó a poner los Modern Lovers. En ese momento comprendí que el azar no es más que es un disfraz del destino. La canción I´m Straight contaba la historia de un tal hippie Johnny que estaba always stoned y de un narrador que quería take his place. Pérez había mentido. En mi cara. Humillado fui esa misma noche a un recital tributo a The Sacados pero el hombre nunca apareció. Ese fue el primer momento en el que sentí verdadero miedo.

Lo esperé durante la noche interminable tomando cerveza. Todo a mi alrededor me pareció irreal. La siguiente noche Radio Universidad lanzaba un disco tributo a la banda clásica Man Ray y el extraño tampoco dio señales de vida. La mirada que me lanzó un grupo de jóvenes me hizo entender todo de golpe. Sólo atiné a tomar un nuevo vaso de cerveza. Yo tampoco fumaba.

Supongo que soy el centro de algo, pero no estoy seguro. Quizás el Universo es una geometría inasible y siniestra que jamás comprenderemos. A mi alrededor los jóvenes bailan un desastroso cover dance de una canción de León Gieco y yo los observo en silencio, tomando sin embriagarme, uniformado con mi atuendo que será siempre el mismo. Ignoro dónde puede estar Pérez, ignoro si alguna vez existió. Una noche un joven se acercó a preguntarme qué hacía allí bebiendo sin parar, yo le respondí que la culpa era de una chica son una sonrisa como el sol que iluminaba los rincones oscuros de mi habitación. Pero el pibe volvió a su mujer y besándola le contó nuestra conversación. No era el indicado.

Recuerdo las palabras de Leon Bloy, cada hombre está en la Tierra para simbolizar algo que ignora. Y espero sentado en el rincón.”

GG

*1 esta línea parece repetir una sentencia de Benito Mussolini, “el fascismo es el horror ante la vida cómoda”


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo mejor que ha escrito gg hasta el momento.
Esto es oro en polvo, grandote.

Brunomilan dijo...

Buenisimo. Esto es Borges puro, solo que con los Modern Lovers en lugar de Hawthorne o Chesterton.

Lisandro Capdevila dijo...

Muy bueno, los personajes en busca de su autor.