sábado, 2 de mayo de 2009

Robles, los Cadillacs y yo

Cuando tenía 13 años conocí a Robles. Yo empezaba la escuela secundaria y él hacía lo mismo a unos cuatro bancos de distancia. Era morocho, con el pelo marrón siempre desordenado, de ojos celestes, atractivo incluso contra su voluntad. La clase de hijo de puta que sale en ojotas a tirar la basura y no puede dejar de ser encantador. Nos hicimos amigos de inmediato. El era una especie de leyenda en la escuela: salía con las mejores chicas, fumaba marihuana, sus padres eran millonarios liberales que le permitían hacer lo que quisiera en su propia casa, tenía un tatuaje en el brazo derecho. Por las noches le robaba la Ford Explorer a su vieja y salía a dar vueltas por el centro ante la mirada embelesada de chicos y chicas por igual. Yo iba siempre en el asiento del acompañante.


Un aspecto interesante de su personalidad era, justamente, que se juntara tanto conmigo. Quiero decir: no era un pibe culto o intelectual, pero no dejaba de respetar eso en mí y cada tanto, cuando yo me colgaba hablando de los libros de Cortázar que comenzaba a leer, bajaba el volumen del estéreo y me escuchaba como si en mí se ocultara la única verdad que su belleza y su dinero jamás fueran a darle.


Cuando terminamos la secundaria él se fue a vivir a Paris y no volví a verlo. Nos despedimos los dos con frialdad, como si nos estuviéramos traicionando. Guardé para siempre algunas imágenes suyas que todavía me acompañan: Robles saltando en un cumpleaños de 15 al compás de El Satánico Dr. Cadillac, Robles borracho en el auto cantando a viva voz Carnaval Toda la Vida, canción que parecía ser su himno personal. De hecho, nunca pude dejar de asociar a los Cadillacs con su figura. Los Cadillacs eran una fiesta. Robles, de algún modo, también.


Mucho tiempo después, a punto de cumplir mis 27 años, recibí una llamada en mi celular. Era Robles. Mi estupor me dejó sin palabras. El ya era una imagen borrosa en mi cabeza pero desde las sombras de mi memoria se volvió realidad y me contó que hacía unos meses que estaba viviendo en Buenos Aires. La banalidad de su vida me ofendió, me agradaba imaginarlo escalando montañas en Suiza. A pesar de que la idea me disgustaba, no rechacé la invitación a su departamento.


El viaje en auto fue lento, de algún modo yo también odiaba reencontrarme con el que fui. Aquél adolescente desgarbado soñaba con ser escritor, con dejar algo que trascendiera el tiempo, con regalarle a la humanidad una obra inmortal a cambio de un poco de gloria personal, claro. Todo aquello me incomodaba, no tanto porque no se hubiera cumplido sino porque me parecía increíblemente estúpido.


Llegué al departamento de Once. Previsiblemente, Robles había cambiado. Su ropa carecía de color, unos lentes de grueso marco negro ocultaban sus irresistibles ojos celestes, su ropa se empastaba en monótonas escalas de grises. Imaginé un lugar amplio pero me equivoqué: el monoambiente era hostil de tan pequeño y una fenomenal cantidad de libros se desparramaban por el lugar como si conformaran alguna clase de peste. Una exigua luz colgaba con sus cables del techo y desde la ventana principal sólo se podía ver la parte trasera de otro edificio, donde la vida de extraños se sucedía con horrorosa indiferencia. Quise averiguar las razones del cambio brutal que había sufrido la calidad de vida de Robles, pero el tiempo y la distancia no tardaron en incomodarme y permanecí callado conversando con ese extraño que alguna vez fue mi amigo.


Robles había perdido su aire altanero, se movía de un lado a otro como pidiendo permiso y cada cinco palabras se acomodaba los anteojos sobre su legendaria nariz respingada. Intenté una actualización de nuestras vidas, pero Robles parecía estar obsesionado con otros temas. Habló de Cioran (la tristeza: un apetito que ninguna desgracia satisface), de Leopardi (envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría), de Schopenhauer (desear la inmortalidad es desear la perpetuación de un gran error). Sus conocimientos eran asombrosos y un profundo pesimismo se había apoderado de todo cuanto decía. Por momentos sentía que, aunque apuntaba sus ojos hacia mí, no me estaba mirando, como si tratara de descifrar algo dentro suyo. Nombró a Fritz Lang (el único cineasta que ha entendido la angustia que implica vivir) y observó casi con lágrimas en los ojos el famoso cuadro de Munch que coronaba el pequeño departamento. Me atreví a preguntarle si estaba soltero (cristal de soledad, sol de agonías / Adiós las mutuas manos y las sienes / que acercaba el amor. Hoy sólo tienes / la fiel memoria y los desiertos días) y si estaba trabajando de algo, pregunta que nunca respondió (y me hizo suponer que quizás sus padres seguían siendo su sostén económico). Me dio mucha tristeza Robles, y miré disimuladamente el reloj como calculando cuán larga sería la tortura. Lo que seguía sin entender era el por qué de ese cambio, qué había transformado al Robles que cantaba carnaval toda la vida y una noche junto a vos a este nuevo hombre que no dudaba en afirmar con Kierkegaard que la angustia es el vértigo de la libertad.


Un vino barato comenzó a embriagarnos a los dos y la charla sólo parecía adentrarse en los recovecos del alma torturada de Robles y, por qué no, también de la mía. En un momento, ya entrada la noche, le pedí que pusiera algo de música. Me hizo caso y levantándose fue hasta el equipo de música, le puso play a un cd y siguió camino hasta el baño, cerrando la puerta. Estaba solo. La música comenzó a sonar. Era el tema CJ de los Cadillacs. Sí, era la misma banda que escuchaba Robles, pero a su vez era otra.


No le tengas miedo al abismo

es el vacío después de reír


Y de golpe comencé a comprenderlo todo. No era Robles quién había cambiado. Tampoco era yo. Ni siquiera los Fabulosos Cadillacs. La gente se desplegaba en el edificio frente a mí, cada uno con sus vidas. Recordé la emoción que sentí al leer el capítulo 17 de Rayuela, tirado sobre la cama, iluminado apenas por la luz del velador. No, no éramos nosotros quiénes habíamos cambiado. La canción comenzó a emocionarme.


Quién dicta la sentencia

Que te está robando el alma


Mis zapatos negros de marca llegaron a reflejar mi rostro. No, no éramos nosotros. El mundo había cambiado. Éramos las víctimas de su Historia. El mundo había mostrado su rostro más perverso, Robles y yo sólo podíamos tratar de asimilarlo. Intuí la complejidad de ese cambio en un segundo y comencé a llorar. Como un eco rebotó en el lugar la risa juvenil de Robles y el inmaculado blanco de la Explorer fue el único blanco, el platónico color de la vida. La voz de Vicentico era un lamento moderno. Robles salió del baño sin sus lentes, mirándome por fin a los ojos, con algo de color en la ropa. El también estaba emocionado. Ya no podía saber cuál de los dos Robles era, y tampoco yo pude descifrar qué momento de mi vida estaba representando, como si el mundo fuera una eterna obra en la que somos teatro, actores y auditorio. Nos abrazamos y en ese momento el tiempo demostró ser sólo una ilusión porque no éramos más que dos ideas de hombres tratando de ser una.


Luego de aquél abrazo no hubo más nada que decirnos y me retiré en silencio. Una sensación de extrañamiento me acompañó durante semanas pero la rutina y el trabajo me hicieron olvidar el asunto. Nunca más volví a ver a Robles. No hizo falta. Robles está, de algún modo, inscripto en cada objeto de este mundo caótico y violento.


GG



10 comentarios:

Anónimo dijo...

Este cuento no pretende mas que ser un humilde homenaje a esos dos grandes discos que sacaron los Cadillacs (FC y LMDGS), que trascienden la idea de "rock nacional" de tan buenos.

GG

Anónimo dijo...

No soy un tipo que se caracterice por su soltura para los encareciminetos o elegios, pero mi amigo personal G.G. se ha convertido, de un tiempo a ésta parte, en un soberbio escritor.
el hombre en bata.

Anónimo dijo...

fe de erratas: encarecimientos.

Anónimo dijo...

Robles es el hombre en bata?

Anónimo dijo...

jajaj. Vos no sabés lo que me gustaría tener o haber tenido plata! O una explorer por lo menos...
El hombre en bata.

Anónimo dijo...

Ademas, quien puede creer que el hombre en bata tiene toda la facha como Robles? se ve que no lo conocen...

Anónimo dijo...

No tendré ojos claros, pero me defiendo.
el hombre en bata.

Anónimo dijo...

Por alguna puta razón nunca escuché LMDGS, más allá de que siempre me gustaron los cadillacs y FC me parece un disco hermosamente deforme. Tu cuento, el temardo que lo inspiró, y rapidshare me llaman a corregir ese error.

MN

Anónimo dijo...

Genial. A mi me gusta mucho. Saludos.

GG

Anónimo dijo...

FC lo mejor de los cadillacs! GG me hiciste emocionar...